Mayo 27 2011
La 26: El alma en pena del Cementerio Central
En medio de altaneros taladrazos y feroces maquinarias que pavoneaban sus rugidos al moribundo asfalto, me adentre en los laberintos peatonales sin fin de las mallas azuladas que cubren, como una ligera placenta, a las obras de la calle 26, aún en un estado precario de embriónaje. El cielo maltrecho parecía otra troncal bogotana más, en interminable construcción, goteando parsimoniosamente sus tragicómicas lluvias. No había caballitos en aquel carrusel, pero si ivan y venían hombres vestidos de anaranjado plástico, con reflectivas ornamentaciones, botas y cascos innecesarios para tanta quietud. La longevidad del letrero, que indica que la avenida está cerrada, es casi ancestral. El cordón umbilical de aquel feto en perenne formación, eran los kilómetros y kilómetros de la cinta amarilla de peligro que ondeaba rígida como cabellos rubios, los cuales atravesé y vislumbre lo que perfectamente puede ser un sinónimo visual de aquellas imperecederas lapidas de contratos: El Cementerio Central de Bogotá.
Este monumento nacional fundado en 1831 está situado en la localidad de Los Mártires. Quizás es una macabra coincidencia que precisamente sea un martirio los trabajos viales que por allí se realizan y que miles de bogotanos seamos unos sumisos mártires a la hora de transitar por la congestionada ciudad. La señora que vende flores en la entrada principal del camposanto, se alza como un milagro multicolor entre tanto barro y arena gris. Al contrario de los obreros, que gozan de un empleo hasta cuando la construcción cesé (y no me resultaría difícil creer que se pensionen en el intento), ella se preocupa de que cada vez son menos las personas que compran sus claveles y yo pienso que ni siquiera a un espíritu acostumbrado al aura de la necrópolis le gustaría transitar por aquel fúnebre panorama bogotano en grisosa obra.
A lo alto de la entrada se regodea en balsámica vanagloria el ángel de la muerte de piedra blanca. La barbuda estatua tiene una vista para nada envidiable. Su horizonte no es más que la calle 26 en un eterno intento de ser construida, no es de extrañar su rostro esculpido de aburrimiento, con los nudillos apuñalando sus mejillas y con su inservible reloj de arena, que al igual que todos los relojes de Bogotá, no tiene las medidas de tiempo que se requieren para la paciencia aletargada que exigen las perpetuas obras. Al cruzar por la curuba pared, temí que con su negra hacha me cercenara la cabeza, pero entendí que la desesperada escultura para lo único que la utilizaría, seria para ayudar a agilizar los ensordecedores trabajos que no le dejaban degustar de su vetusto anhelar: el jactarse del manjar del fallecimiento ajeno.
Hay caballitos hasta para los muertos
El carrusel de las contrataciones es un tema para vivos, y hay que ser muy vivo para meter gato por liebre o mejor dicho, contrato por quiebre. Sin embargo este fenómeno bogotano no solo le atañe a los que están vivitos y estafando y en este, ya vergonzoso juego de ping pong en que la pelota se la pasan de los Moreno a los Nule, hay muchísimos más jugadores y eso fue lo que precisamente encontré en el Cementerio Central de Bogotá. A este carrusel se le unen, como en una revelación circense los jinetes sin cabeza, los fantasmas capitalinos, las almas bogotanas en pena (y no me refiero precisamente a los moreno), los espectros pícaramente sediosos y las animas peregrinas que, como cuál carro bogotano, ven obstaculizados sus fantasmagóricos vagares en este purgatorio en el que la capital y su cementerio, se nos convirtió.
Y una vez dentro del Cementerio Central no me falto una tabla Güija, ni una excéntrica Madame Sasú, con su estrafalaria bola de cristal, ni mucho menos, que una versión aun más estrambótica de Walter Mercado, abriera con su tercer ojo portales a otras paranormales dimensiones, para sentir que los difuntos yacen coléricos en sus sepulcros al ver que su última morada paso a ser otra montaña rusa, dentro de este burlesco parque de diversiones en que se nos volvió la política de contratación colombiana. Y es qué, cuándo me encontré en el ala norte de los sacramentados campos, no pude con mi topetazo interior. Por un momento pensé que aún me encontraba en las avernales construcciones viales, porque ante mis pupilas, que se han de tragar mis lectores, vi una grotesca extensión de la descuajada calle 26 dentro del cementerio. Era como si aquella arteria vial fuera una difunta más, que deambulaba sin poder descansar en paz en la empantanada y desecha necrópolis, como si el camposanto fuese un finado lienzo garabateado por los mismos pínceles, con que los Nule pintaron y disfrazaron los tan polémicos contratos .Consternado entendí, que la calle 26 se había colado sigilosa y de puntillas dentro de la necrópolis y dejaba a su atroz paso, sus huevecillos de caos que empiezan a empollarse por todo el exangüe lugar.
En muerte y en boda, verás quién te honra
Frente a los sombríos y entristecidos mausoleos de piedra de las familias Barreto Contreras y Granados Forero, se alza descaradamente toneladas y toneladas de cadavéricos materiales de construcción en estado de descomposición, por la lentitud de las perezosas obras. Medianos tractores y retroexcavadoras amarillas, unas marca BOMAG otras CAT, resultan ser un panorama tan triste que bien valdría la pena realizarles unas exequias. En este rincón olvidado de hasta el beso de la muerte, que ahora es tan solo una caricia aterciopelada, en medio de tantos labios que ya la bebieron, se hallan enormes contenedores marítimos de un rojo carmesí, aquel tono que también se delato ante mi deleite, al escuchar los susurros desnudados en pétalos de las rosas agotadas de tanto clamarle su añoranza a la tumba de doña Beatriz Lara Calvo, tan amada en vida tan recordada en muerte. Me aproxime, ya no llevaba mis zapatos negros, solo llevaba el lodo que se aferraba con despecho a mis tobillos. Atravesé mi mirada por entre las ventanas de otro contenedor de tono anaranjado, que me recuerda a los labios que se están por besar. Dentro encontré lo que era una oficina, con todos los cachivaches que un despacho debe poseer. Si mis odios estuvieran en otro plano astral y energético, escucharía las psicofonías que canturrean y se diluyen en el aire, escucharía el zumbido de las voces sin voz, quejándose de que toda la vida desearon tener su propia oficina con su nombre finamente tallado en la puerta y ahora que prácticamente habitan tan cerca de una, los separan de ellas sus osarios, en los que la muerte si garabateo pulcramente sus nombres y hasta atrevidamente, sus fechas.
Al caminar junto a los invadidos osarios me encontré con el matrimonio de Teodosio León fallecido en diciembre 13 de 1923 y su esposa Elisa de León con fecha póstuma de marzo 28 de 1928.Esta pareja seguramente solo quería gozar de una eterna luna de miel en las playas, adelfinadas por las nubes del cielo y vislumbrar un atardecer abrazados del sol ,la luna y demás astros, que los mortales no alcanzamos a sentir, en un súbito Vesubio, pero ahora solo se encuentran con el panorama de las sobras de una obra, que llego para desbaratar sus placidas vidas en el mas allá .No solo ellos se quejan, también lo hacen los habitantes dormidos de los osarios vecinos.
Botas de obrero indulgentemente descalzas y olvidadas, carretillas a medio llenar de azucarado asfalto, llantas embarradas de las lagrimas de frustración de las animas, toneladas de bolsas de crispante cemento congelado, palas que solo excavan en el desangramiento del tiempo, que se ve despilfarrar a medida que dormitan, las ya desmayadas herramientas olvidadas por sus obreros, que no se apiadan de las piadosas almas del purgatorio, que solo exigen descansar en paz. Los que si deben descansar con total paz y tranquilidad son los mismísimos trabajadores que hasta disponen de una enorme carpa que contiene sus trajes y herramientas y que delata que esconde sus motosos sueños. Esta también, es una gigantesca y entrometida sombra para las flores que danzan en los grisáceos mausoleos, ellas prefieren autodesojarse para no sucumbir al efecto marchitador que se tiñe con los indeseables objetos intrusos. Algunos otros se sientan a charlar en el tumulto en forma de pirámide de decenas de tubos amarillos y pálidos, de diferentes diámetros, que me observan como una mosca con cientos de viscosos ojos y que su mirada busca intimidar a mi labor periodística y la obliga a no preguntar.
La necropsia del contrato
Pero mi curiosidad no es una difunta más del lugar. Al preguntarles a aquellos obreros sobre las obras que se realizan en el cementerio, sus bostezos delatan su ignorancia sobre el tema. Mientras más me interno en el lodazal del terreno santo, más siento compasión por los difuntos que en el habitan. Las calles que no están empapadas en sudor de barro de los trabajos de mantenimiento, están erosionadas, llenas de musgo y moho, cualquier parecido con Bogotá es pura coincidencia. Sé que es muy pronto, bueno uno nunca sabe, pero posiblemente apenas llega a casa empezare a redactar mi testamento y pediré expresamente, no ser enterrado en estos terrenos en los que me hundo palpando lapidas enterradas para no tropezar con ellas, ya he tenido suficiente de la congestión vial de Bogotá en vida, para también atascarme en ella en mi mas allá .En mi vertiginoso recorrido he pescado a un par de albañiles más despabilados y les he preguntado sobre la situación que tanto aflige a los anfitriones de la casa.
Los contratistas son el consorcio vial central y adelantan la obra de mantenimiento de las vías principales del Cementerio Central de Bogotá distrito capital. El contrato es el No 469 de 2010 y es más fácil encontrar a un honesto en el carrusel que la información del contrato en internet. Las obras son realizadas por la unidad administrativa especial de servicios públicos (UAESP) y estas mismas, comenzaron a mediados de febrero y están medio paralizadas por el travieso invierno. A pesar de todo, las obras no han avanzado prácticamente nada, pero si tienen, al camposanto al revés y a los visitantes de sus difuntos en valerosas jornadas de funambulismo rocoso para llegar a las tumbas de sus seres queridos. Sin mencionar a los tantos espíritus que ya no pueden transitar en las apocalípticas vías de su necrópolis. Dicen que las obras terminaran en el mes de octubre, pero a este paso, hasta la navidad se le va aguar a los difuntos. Observe, en el ala sur de este huerto del señor, un mar agreste de barro y de escombros y dije –La 26 se metió en el cementerio. El celador me respondió con una carcajada, que adulo a mi sentido del humor.
Una última voluntad
Espero que cuando mis huesos se vengan a mudar a un lugar como este, las obras viales de Bogotá por fin hayan concluido, así sea que el ángel de mármol blanco de la entrada, salga de su ensimismamiento y se ponga a ayudar, echando hacha o mejor, que ayude con algo menos mortal, tal vez con una pala. Pero quizá las obras demoren otra veintena de paciencias en esta vida y la otra y los obreros salgan pensionados jactándose de las pensiones colombianas que son tan escurridizas. Me resigno a que a los vivos seamos mareados por las vueltas de este carrusel, pero es el colmo, de que ni los muertos pueden descansar en paz .De todos modos me queda rogar de que aquel túnel de luz, no sea parte de la ruta de la fase tres de trasmilenio, para que los vivos que murieron esperando y anhelando ver la 26 por fin terminada, puedan llegar a su destino, sin ningún tipo de trancón o de descabellados desvíos.
Javier Andrés Arias Bernal
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